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Mazatlán y los carnavales.

Durante los cinco días previos al miércoles de ceniza de cada año los mazatlecos celebramos nuestra máxima fiesta. En 1998 el carnaval de Mazatlán cumplió un siglo de existencia en su fase moderna. Cada año, en las fechas de carnestolendas, Mazatlán se transforma no sólo por los adornos que se instalan en algunas de sus calles sino también por la evidente actitud de la población predispuesta a la alegría.

 Con todo y ser tan pachangueros, a pesar de que la tambora retumba más que la marimba, los sinaloenses no tenemos la fama de pueblo alegre y jacarandoso como los veracruzanos. La Banda del Recodo de Cruz Lizárraga es un antecedente más directo de la música grupera que los ritmos tropicales y salseros; el baile del caballito o la quebradita puede ser tan vistoso como cualquier danza folklórica; y, los carnavales mazatlecos son tan eufóricos como cualquiera; pero, no hemos ganado, ante el mundo, la imagen de pueblo feliz, aunque sea pobre, como los cubanos. Tampoco logramos que sobresalgan nuestros gozos ni nuestro culto a la belleza femenina por encima de las trifulcas a balazos, como lo hacen los colombianos. Sin embargo, este pueblo tiene claro que lo bronco no riñe con lo bailador.

 

Elementos distintivos del Carnaval de Mazatlán

El Carnaval de Mazatlán se distingue de los otros carnavales del país y del mundo, porque aquí la diversión se ofrece al ritmo de la “banda”; la música de la Tambora  regional que de Sinaloa ha trascendido al mundo a través de lo que hoy se llama “la onda grupera”. Además, el programa de esta fiesta, como caso excepcional, incluye actividades de carácter cultural (certámenes de poesía, premio de literatura y espectáculos de enorme calidad artística), con los que la fiesta se extiende a todos sectores de la población y abarca toda la gama de gustos de los porteños y de los turistas.

Los del Carnaval son días de asueto. Sus noches son de juerga desde el ocaso hasta el amanecer. La fiesta transforma la calle en marea de cuerpos que caminan, se estacionan o bailan bajo la influencia de variados géneros musicales. La onda grupera, la banda sinaloense, el mariachi, “los chirrrines” (conjuntos de música ranchera y norteña), la balada, el bolero y el rock conviven en una inusitada promiscuidad. Sin menospreciar géneros, los cuerpos se dejan seducir por el ritmo  – erigido en dictador – y, a veces, en compañero de baile. No importa el confeti en la boca ni la harina en la cabeza, importa el estar allí, presente, sin inhibiciones, disfrutando la sensación de exceso, hasta vaciar el bolsillo o hasta agotar las energías.

 

De los juegos de harina al confeti y serpentina.

Bajo el auspicio del porfiriato, Mazatlán se convirtió en una rica y próspera ciudad que se preciaba de ser culta y educada, obstinada en adquirir las costumbres que proyectaban “buen tono”. En las proximidades del siglo veinte, montado el puerto en el caballo de la modernidad, hacía falta eliminar el reducto más resistente de la barbarie, el atavismo que se negaba a caer presa de los encantos del progreso: el Juego de la Harina. En los salones, en las tertulias, en la prensa, muchas voces se pronunciaron por su erradicación.

En varias ocasiones, las autoridades municipales se veían impelidas a emprender campañas para suprimir el juego, prohibiéndolo por decreto; pero, el extraordinario arraigo y popularidad de la festividad entre los habitantes impidió cualquier tentativa. Los intentos por prohibir el juego de la harina fracasaban una y otra vez. Cuando se difundió profusamente el rumor de que uno de los “bandos carnavaleros”, en 1897, quería dinamitar el cuartel del bando contrario, la autoridad y la “culta sociedad” iniciaron la ofensiva final contra esa modalidad carnavalera. Si no era posible eliminar la fiesta habría entonces que transformarla, cambiar la harina por el confeti, la serpentina y el oropel; los cascarones por los agasajos; las incursiones de los del “abasto” y los del “muey” por desfiles alegóricos.

Para beneplácito popular, la celebración se convirtió en institución, se volvió asunto de interés público. La autoridad y quienes antes se opusieron al “desorden carnavalero” lo hicieron suyos. El ayuntamiento no sólo no lo prohibió más, empezó a financiarlo. Los señorones se organizaron desfiles para lucirse como reyes. Las incursiones populares en ellos, por medio de las llamadas comparsas chuscas, evitaron que las procesiones cayeran en la solemnidad. El pueblo terminó por aceptar los cambios: ¡qué más le daba dejar la harina y usar confetis si al fin se le permitía sin tapujos y sin riesgos armar el jolgorio por las calles! Los cascaronazos continuaron, aunque rellenos de confeti, y el disfraz de “mascarita” se volvió símbolo.Imagen relacionada